Prólogo


(De cómo fue trasladado el preso hacia la sala de torturas)
-Abrid la celda!
 Fue esa la primera palabra que sus oídos escuchaban en mucho tiempo, llevaba no se sabe cuanto encerrado en esos calabozos.
            El aire era asfixiante, todo a su alrededor era un cúmulo de orines y excrementos, algo verdaderamente repugnante.
-¿Pero, que tenéis ahí? ¿A un hombre o a un cerdo?- Preguntó el guardia, visiblemente mareado por la emanación de los efluvios acumulados.
-Ni una cosa ni otra carcelero, eso que veis ahí no es sino un hereje, algo que no merece ser llamado hombre, pues esa calidad le está vetada, y tampoco se le puede llama cerdo, ya que estos al menos tienen una utilidad demostrada. Los herejes solo sirven para causar el mal, para desviar a las almas débiles del verdadero camino de Dios, nuestro camino.
            Esas palabras fueron dichas de tal manera que el carcelero quedó embobado por la retórica del desconocido.
Ese hombre iba ataviado con un hábito de color negro, una capucha le cubría el rostro impidiendo ver cualquier cosa de él. De haber sido posible contemplar su rostro, el carcelero habría visto como una mueca, mezcla de sonrisa y asco asomaba entre sus dientes.
-¡Levantadlo, aseadle y llevadle a la sala de interrogatorios! ¿Creéis que podréis con tan ardua misión?- Eso ultimo lo acabó con una sonora carcajada que al pobre carcelero heló la sangre.
-Sí…Sí… lo que vos deseéis, mis ordenes son obedecerle en todo y no mostrar curiosidad por ello, de lo contrario….- Balbuceó el pobre, presa del miedo.
-De lo contrario, terrible será el castigo que os corresponda, no decía eso en la carta?
-Sí señor, con esas mismas palabras.
-Entonces no se hable más y cumplid con vuestro cometido- Sentenció el encapuchado de un modo tajante.
            La prisión apenas estaba iluminada, solo unas pocas teas daban un algo de luminosidad al largo pasillo, a cada lado podían observarse una gran cantidad de celdas, todas sumidas en la más absoluta oscuridad.
Dentro de cada una de ellas, el espectáculo era dantesco. Justo en la celda de enfrente, podía reconocerse un bulto con una forma parecida a un ser humano, sin duda lo era, pero era tal su estado que a duras penas lo parecía.
            El pobre desgraciado que a saber lo que había hecho para estar ahí, mostraba un aspecto muy desaliñado. Una barba le llegaba casi hasta las rodillas, sus ojos en blanco, abiertos, mirando al cielo, estaban acompañados de una mueca bobalicona, dejando caer un reguero de saliva al suelo. Sin duda ese pobre hombre, era ciego. Pero no era lo peor, parecía que estuviese ido, como si su alma no estuviese en este mundo, aunque quizás eso fuera lo mejor, visto lo visto.
            Las demás celdas no eran más esperanzadoras, así que el preso que estaban a punto de sacar podía considerarse afortunado.
El carcelero lo levantó por las axilas. En ese momento se dio cuenta de cuanto pesaba pese a lo delgado que estaba. Lo que le dio una idea de cuan fuerte había sido en la plenitud de sus años mozos.
-¿Donde me lleváis?- Dijo en un susurro apenas audible
-Vaya…pero si habláis, pensaba que tanto tiempo encerrado os habría quitado el don del habla.
-Ha…Hace falta algo más que unos simples barrotes para silenciarme, pueden acabar con mi vida pero no con aquello por lo que lucho- Al decir estas palabras se puso erguido en un alarde de valentía, y se tambaleó, sus piernas aun no respondían del todo bien al tiempo que había pasado postrado en ese inmundo agujero.
-No hagáis esfuerzos vanos, dejaos llevar por mí, tengo órdenes de entregaros... a poder ser entero- El carcelero mostró un poco de simpatía por el preso.
            El carcelero, llamado Bernard, trabajaba en la prisión desde hacia aproximadamente unos tres años. Ya en ese momento la celda estaba ocupada por ese preso, del que aun no se sabia su nombre, procedencia ni motivo del encarcelamiento
Todo lo que concernía a su encierro se había mantenido en el más absoluto secreto, nadie, en esos años había venido a visitarlo, salvo los inquisidores. Ellos acostumbraban a venir una vez al mes, y siempre se marchaban con la misma cara, decepción y odio, como si no hubiesen conseguido lo que se proponían. Con el tiempo descubrió que eso era justamente lo que pasaba.
Marcháronse por el largo pasillo, a su paso, los demás presos emitían unos sonidos guturales difícilmente identificables, pero aun así terribles, todos querían salir de sus celdas. A saber cuantos de los allí encerrados serian inocentes.
 
Una vez fuera de las celdas, la extraña pareja se dirigió a la izquierda, donde otro largo pasillo, más iluminado esta vez, parecía internarse en las entrañas del infierno.
-Tranquilo, no hemos de andar mucho, es esa puerta de ahí enfrente- Dijo Bernard alzando el dedo y señalando una puerta más oscura que las demás. Lo hizo por instinto, sin preguntarse si el preso estaría en condiciones de ver nada.
            Estaban frente a la puerta, Bernard apoyo al pobre infeliz en un pequeño taburete situado a la izquierda de la puerta, al lado de una tea que ardía de manera muy viva, como si una energía misteriosa irradiara una fuerza en ella.
Después de unos cuantos intentos, los goznes de la puerta chirriaron de manera alarmante, mostrando el estado de oxidación del que hacia gala. A diferencia de las demás puertas, estaba hecha de metal, por lo que su peso era considerablemente mayor.
Bernard la empujó con todas sus fuerzas.
            Una vez abierta, volvió sobre sus pasos para recoger a su “misión”. Al pararse frente a él, le contempló como nunca antes había hecho.
Su constitución era fuerte, debajo de la raída ropa podían verse unos hombros anchos, antaño musculosos. La resta del cuerpo no desentonaba para nada, un cuerpo bien proporcionado. Pero no fue eso lo que más le llamó la atención.
Fue su mirada. Una mirada serena, sin ningún atisbo de derrota, de odio. Cualquier otro preso en sus circunstancias mostraría claros signos de abatimiento, pues la cárcel hace volver débil hasta el más fornido de los guerreros. Nada hay más terrible que encerrar a alguien que ama la libertad.
-Venga levantaos, no hemos de hacer esperar al tribunal
-¿El tribunal ? Vaya…veo que por fin han decidido pasar a la acción-Dijo el preso como si nada.
-¿Es que no os asusta lo que puedan haceros señor?- Bernard no salía de su asombro. Como podía un hombre que llevaba más de tres años en prisión mostrarse tan valiente? Asombroso.
-No le temo a nada ni a nadie, solo me tengo miedo a mi mismo. Lo que Dios tenia preparado para mí en esta vida lo he hecho sin dudar jamás. Creo que Él no me tiene nada más preparado, por lo que puedo morir en paz. Nada tengo que esconder, Ningún pecado cometí en mis años de juventud que pueda condenarme al fuego eterno. Así que si he de morir, moriré.
El discurso del preso no hizo más que aumentar la fascinación de Bernard. ¿Como era posible que alguien que estaba a punto de enfrentarse a la Inquisición tuviese el alma tan serena? Realmente no le temía a la muerte? Porque de ser así, se encontraba ante una persona muy valiente, algo de lo que a él le faltaba
 Tales fueron sus palabras que se aventuró a preguntarle, movido por el impulso:
-Me asombráis señor, cualquier otro en vuestra situación estaría rezando por que su muerte llegase lo más rápido posible, sin sentir dolor. Porque sabéis a donde os llevo, no?
-Sí, hermano, me conducís directamente a la boca del lobo, ante la presencia de los Perros de Dios (Domini Canes)-Su ultima palabra sonó más fuerte que las demás
-Santo Dios, no los llaméis así!- Bernard se apresuró a santiguarse- Si os oyera cualquiera…os acusaría sin dudarlo de herejía.
-¿Herejía decís ? Puedo aseguraros que cuando uno ha servido a Dios durante la mayor parte de su vida, puede permitirse el lujo de dudar. No creer en un cuerpo de cristo que actua contra los mismos cristianos…No fuero esos los ideales que me inculcaron!!!- Se envalentonó al afirmar esas palabras
-Perdonad, no quería que os alterarais, lo siento mucho.
-No os preocupéis, me ha venido bien poder expresarme libremente, aunque sea por ultima vez, llevo años sin poder decir nada que me gustase, y me temo, amigo, que todo lo que diga a partir de ahora, no será por voluntad propia. Como sabréis, son muchas las historias que se cuentan sobre El Santo Oficio, siendo capaces de hacer confesar a un mudo.
-Descuidad, ya veréis como no es para tanto. Cuando menos os lo penséis estaréis libre otra vez. Solo decidles lo que quieren oír y os dejaran marchar- Las palabras de Bernard eran realmente amables.
-Gracias por vuestro consejo, pero creo que va siendo hora de levantarse de aquí y acicalarme un poco, no me gustaría que os culparan por mi retraso. Me ayudáis a levantar? Mis piernas todavía son débiles.
-Por supuesto, agárrese a mi hombro. ¡1…2…3...arriba!- Haciendo un esfuerzo titánico, Bernard consiguió levantar al preso.
            Entraron dentro de la sala. Estaba bastante oscura, pero aun así podía adivinarse su forma circular. Las paredes estaban desnudas, lo único que resaltaba era una puerta de madera que conducía a otra estancia que por la luz que se filtraba por debajo, estaba muy iluminada, más que cualquiera de las que hubiesen visto reo y carcelero.
            En el lado opuesto se vislumbró un barreño lleno de agua, al lado un pequeño taburete.
-Os veis con fuerza para asearos vos mismo? No me gustaría acicalaros sin vuestro consentimiento, pues considero que esa es una acción intima- Se ruborizó Bernard
-Creo que podré solo, aun así gracias por vuestra comprensión. No obstante os necesitara para vestirme y recortarme esta barba.
-Dadlo por hecho.
            El preso se desvistió a duras penas, y fue inclinándose poco a poco hasta quedar sentado en el barreño. No recordaba cuando fue la última vez que su cuerpo había tocado el agua.
Disfrutó como un niño de su baño, se limpió con fuerza. El agua suponía levantarse con energías renovadas, como así pudo comprobar Bernard cuando le ayudó a incorporarse.
-¿Estáis preparado para entrar?-Dijo Bernard
-Siempre he estado preparado amigo, un hombre debe afrontar los peligros que le depara la vida siempre con la cabeza bien alta, ya que si has obrado bien a lo largo de los años nada has de temer- Cada vez que el preso soltaba un discurso, Bernard se daba cuenta de que no era un preso normal. Había algo en el que le mostraba su porte, su elegancia.
-Perdonad que os interrumpa una última vez seño, pero permitidme que os diga que vos no tenéis el aspecto de un preso común. Ahora recién lavado se os ve un aspecto de rey, de alguien importante, puedo preguntaros como os llamáis?
-Eso, amigo, muy pronto lo sabréis- Y esbozó una enorme sonrisa, como si tuviese el destino en sus manos, como si supiese todo lo que estaba a punto de llegar.
            Bernard y el misterioso desconocido se dirigieron a la puerta de madera que había en la habitación, justo antes de tomar el pomo para abrirla, alguien se adelantó.
Desde dentro abrieron la puerta bruscamente. Ante ellos apareció un hombre bastante grueso, sin un ápice de pelo en la cabeza, lleno de sudor y con un delantal blanco, aunque eso sólo era deducible por las tiras, puesto que todo lo demás mostraba un color rojizo, su olor no era nada agradable.
-Entrad a la porquería esa y dejadla ahí tirada!-Mostró un banco situado a la derecha de la puerta, junto a una esquina- Y cuando lo soltéis…Marchaos.
            Así fue como procedió el carcelero. Entraron juntos en la habitación, y con sumo cuidado lo dejó caer en el banco. Antes de marcharse, se dio la vuelta y le dijo:
-Rezaré por vuestra alma, pues creo que no merecéis estar ahí. Que la voluntad de Dios esté con vos.
Y con esas palabras abandonó la sala. Dejando a sus espaldas una puerta cerrada al mismísimo infierno.
            Desde su pequeño asiento, el desconocido admiraba la enorme sala en la que lo habían dejado, su aspecto no podía ser más desalentador.
Frente a él se encontraban los aparatos más extraños que jamás había visto, pero de los que sin duda había oído infinidad de historias. Conocía su capacidad de infligir dolor, pero no era eso lo que le preocupaba, lo que realmente circulaba por sus pensamientos era cuanto dolor podría soportar su cuerpo.
            En la parte más alejada de la habitación, una enorme chimenea estaba encendida, emitiendo un calor sofocante, en medio de sus llamas podía observarse como una serie de hierros estaban depositados sobre una pequeña plancha de acero.
Junto a la chimenea permanecía erguido un instrumento con forma humana, como una mujer vestida con ropajes de gala, pero que en su interior escondía algo muy peligroso, estaba lleno de pinchos. En ese momento estaba abierta y podía contemplarse cuan afilados estaban.
Toda la estancia estaba a rebosar de esos instrumentos diabólicos, que irónicamente eran usados por los siervos de Dios.
Mientras el preso contemplaba todos esos cachivaches sin inmutarse, volvió a abrirse la puerta y entró otra vez el hombre calvo, seguido del encapuchado que había ordenado sacarle de la celda.
Una vez los dos dentro, el encapuchado se plantó delante de él, y casi como si de un acto reverencial se tratase, se quitó la capucha, dejando ver su cara.
Una gran cicatriz le cubría la mejilla izquierda, sus ojos negros como el carbón reflejaban una gran cantidad de odio acumulado, su sonrisa, una mueca de satisfacción.
-Encantado de volver a verte…Jacques. Ha pasado mucho tiempo, siete años ya? Espero que durante este tiempo hayas aprovechado tu vida, porque ahora está en mis manos y voy a cobrarme todo lo que me hiciste pasar.
                                  

4 Comments:

  1. Anónimo said...
    Sublime.
    Suerte con la continuación.
    Anónimo said...
    Gracias por pasarte, la continuación verá la luz dentro de un par de dias, en cuanto haya tenido tiempo la gente de leerla y dar su opinión, tampoco quiero agobiarles con tantas páginas de lectura.

    Un Saludo!
    Lady Nerón said...
    No tengo menos que hacer que estar de acuerdo con Khorne. Felicidades.
    Pere Manel said...
    Gracias por pasarte Lady Nerón, como habrás podido ver si sigues el hilo, hoy se ha publicado el segundo capitulo.
    Espero que guste

    Un Saludo.

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